¿Por qué trabajan los jóvenes polacos en minas a 370 metros bajo tierra?
En Katowice, Polonia, las minas de carbón continúan siendo la principal actividad económica de la región. Una industria que, pese a su impacto perjudicial en el medio ambiente y en la salud, sigue cautivando a cientos de jóvenes polacos que han visto en este “oro negro” la mejor forma de labrarse un futuro.
Sylwia Kwak suele levantarse pronto. Como cada viernes desde septiembre, se dirige a la mina Wujek, en Katowice. El reloj digital de los años ochenta marca las seis de la mañana. En la recepción, que también está decorada con un mobiliario característico de la época comunista, Sylwia, de 23 años, se encuentra con sus siete compañeros. Todos ellos cursan primero o segundo de máster en la Universidad Politécnica de Silesia. Este grupo de estudiantes, completamente paritario, recibe formación (remunerada) en la empresa Polska Grupa Górnicza, para la cual deberán trabajar durante los tres años siguientes a la obtención del título. El programa cuenta con asignaturas como matemáticas, geología aplicada, explotación subterránea, sociología, macroeconomía… Todas ellas pensadas para ocupar puestos de dirección en la industria minera, que da empleo a más de 170.000 personas en Polonia, la mayoría de ellas en Silesia.
El país continúa siendo el gigante minero de la Unión Europea, pero Polonia no es ninguna excepción y aquí la profesión también se enfrenta a un declive inexorable. En 1996 había el doble de mineros, antes de que los cierres y las reestructuraciones comenzaran a encadenarse. El grupo privado Polska Grupa Górnicza es nada más y nada menos que el primer productor de lignito de la UE. Surgido tras la bancarrota de la empresa Kompania Węglowa, financiada en gran medida por las arcas públicas polacas, gestiona ocho de las treinta minas en actividad de Polonia.
Descenso a las profundidades
Un día más, Sylwia, con su larga coleta rubia, se entrega a los antiguos rituales de la mina. Después de haber recogido su ficha, se dirige al vestuario. Allí, se enfunda su traje de faena: pantalón, camisa, chaqueta, cinturón, calcetines, zapatos, bandolera y casco. Antes de entrar en el ascensor, se dirige hacia la dependencia donde los mineros cuelgan sus monos, para coger prestada una linterna frontal, un casco y una bombona de oxígeno. Rodeada de carteles con imágenes que avisan de los peligros subterráneos, se adentra con sus compañeros en una especie de jaula metálica que se balancea de un lado a otro. El descenso comienza. Marcin, el técnico, y Piotr Buffi, el responsable de la formación, intentan relajar el ambiente en este periodo de exámenes.
Al final del trayecto, los aprendices de minero se encuentran a 370 metros bajo tierra, en el pole szkoleniowe, un terreno de estudio real y a salvo de los escapes de gas grisú. Piotr Buffi está en el proyecto desde el principio. Este docente de 46 años es uno de los fundadores de esta escuela única en Polonia, situada en las profundidades de una mina en explotación. Allí, estos «mineros en ciernes» aprenden en 21 etapas todo lo relacionado con el trabajo en la mina, aunque probablemente nunca desempeñen sus labores en una de manera directa.
Sylwia empuja una vagoneta con la ayuda de sus compañeras mientras los chicos controlan el cambio de agujas. «Así es más o menos una vagoneta de rescate», comenta Piotr Buffi. «Recordad que la persona encargada del rescate debe asegurar su propia seguridad. Durante vuestra vida profesional vais a ser responsables de los que trabajen en la mina. Tenéis que conocer los entresijos de la profesión. Cada cual debe saber llevar a cabo su trabajo con total seguridad», continúa.
«Aquí es donde aprendemos de verdad, donde nos damos cuenta de que en realidad no sabemos nada», afirma entusiasmada Sylwia, cuyas mejillas rosadas están ahora cubiertas por un velo oscuro. «Yo he elegido la mina por la jubilación tras 25 años cotizados», reconoce su compañero Tomasz Kotyrba mientras saca su almuerzo. «Sí, por supuesto que es una profesión arriesgada, pero no pensamos en eso cuando estamos aquí», argumenta la joven. Una vez terminada la pausa, el profesor retoma las preguntas: «¿Cómo se utiliza el detector de metano?» A modo de respuesta, levanta el aparato, provisto de un tubo alargado y flexible, y lo pone a diez centímetros del techo. Después, el grupo se dirige hacia la salida. Vuelta a la luz cegadora. Los estudiantes regresan a sus casas, muchos de ellos aún viven con sus padres. Cada día recorren los kilómetros que los separan de la gran área urbana de Silesia, donde residen más de dos millones de personas.
Caras negras, Hawái y Fidel Castro
Sylwia cambia el autobús por el tranvía para llegar a su domicilio familiar en Mysłowice, localidad vecina de Katowice. A través de la ventanilla observa cómo va pasando una mina abandonada, tierras de nadie y casas de ladrillos oscuros. Mysłowice no es más que la sombra de la ciudad que fue allá por 1972, cuando Fidel Castro la visitó. En aquella época, las hazañas de los mineros, vínculos de unión esenciales de la Polonia popular, eran aplaudidas tanto por los dirigentes como por la población. Eso fue antes de que comenzaran a rebelarse en los años ochenta, víctimas de las «pacificaciones», como la de Wujek, en 1981, año en el que fallecieron ocho mineros cuando el ejército y la milicia pusieron fin a una gran huelga. Llegados desde todo el país, especialmente de las provincias del este cedidas por la URSS tras la Segunda Guerra Mundial, los mineros trabajaron para lograr la reconstrucción del país y repoblaron también la antigua Silesia prusiana. Actualmente, los “caras negras” son vistos en el resto de Polonia como los últimos supervivientes de un sector en quiebra, los cuales se benefician de privilegios sociales desmesurados.
Sylwia no comparte esta opinión. Para llegar a fin de mes de manera más holgada, trabaja como camarera en uno de los pocos cafés de la plaza principal, hoy formada por edificios con fachadas desconchadas. «He ido encadenando pequeños trabajos, me he dedicado a la captación de fondos en Katowice y he trabajado en Cracovia. Pero aquí estoy más cerca de casa», explica la joven con una sonrisa. Aunque su abuelo trabajó en la mina de Wesoła, la estudiante llegó a la industria del carbón podría decirse que por azar. «Al principio, quería ser lingüista. Después, descubrí la geología. Finalmente, me aceptaron en la facultad de estudios mineros». Los ordenadores se le quedan pequeños: Sylwia sueña con diseñar kombajn, unas máquinas utilizadas para extraer el carbón. «Soy una persona a la que le gusta la acción, quiero descender a las profundidades», explica la joven.
«Polonia tiene pocos recursos hidráulicos y tampoco tenemos mucho viento. A nadie le gusta la energía nuclear. En resumen, no nos queda mucho más donde elegir”.
No le importa ser la única chica en sus estudios. «La mina es tanto para las mujeres como para los hombres. El único límite es el trabajo muy físico», asegura, con una taza en la mano. Para Sylwia, como para muchos de sus compañeros, si los oficios de la mina siguen teniendo atractivo, es porque ofrecen garantía de empleo cerca del domicilio familiar. “No me veo viviendo lejos de mi familia, sueño con tener una vida sencilla, sin complicaciones. Me gustaría viajar a Hawái, aunque sea una vez en la vida» asegura. A nivel local, el carbón es visto como un recurso abundante que sería una pena desperdiciar. “Polonia tiene pocos recursos hidráulicos y tampoco tenemos mucho viento. A nadie le gusta la energía nuclear. En resumen, no nos queda mucho más donde elegir», concluye.
¿A qué más podría aspirar?
En Polonia, donde la ecología está lejos de ser una prioridad del gobierno conservador, aflora la cuestión de los riesgos medioambientales derivados del carbón. Según los activistas de Katowicki Alarm Smogowy, una asociación ciudadana que intenta concienciar sobre este fenómeno, el simple hecho de residir en Katowice equivale a estar expuesto de manera pasiva a 2.500 cigarrillos al año. En Silesia, resulta impensable responsabilizar al oro negro polaco de la contaminación atmosférica que sufre la región durante los meses de invierno. Prefieren atribuir esta anomalía a una combustión deficiente de las antiguas estufas de carbón tan habituales en los hogares de la región, vestigios de la época comunista.
Algunos docentes comparten esta opinión. Es el caso de Paweł Sikora, que imparte la asignatura de geodesia en la escuela politécnica de Gliwice. «Polonia supera los límites de las normas europeas en materia de partículas finas (la Comisión Europea descubrió el pastel el invierno pasado, ndlr), pero el problema se da sobre todo en los lugares donde el aire no se renueva. Las centrales energéticas de carbón están dotadas de filtros. Además, no hay evidencias de que el carbón contribuya al calentamiento global. Los medios de comunicación tienden a presentar de manera negativa el mundo de la mina», se lamenta el docente. También hay que mencionar que Polonia ha vivido siete accidentes mortales en las minas desde el comienzo del siglo XXI, contabilizando un total de 87 víctimas. La más reciente es de mayo de 2018.
El gobierno, por su parte, sigue subvencionando el decadente sector de la minería, enfrentándose al eterno dilema de cómo cerrar las minas polacas no rentables sin comprometer la seguridad energética. El 80 % de la energía de Polonia proviene del carbón, un recurso que los dirigentes siguen calificando de esencial. «Hay que invertir en la minería, en las maquinarias, en los centros de formación, en la investigación, y, así, las explotaciones no cerrarán. Tenemos por lo menos una reserva de carbón para 20 años», insiste Piotr Buffi.
Paradojas de la vida, este profesional de la minería, que ha trabajado siete años «en las profundidades» y transmite una pasión sin fisuras a sus estudiantes, no quiere que sus dos hijos se dediquen a este oficio. «Es un trabajo extremadamente difícil. Un minero gana apenas 2.000 eslotis al mes (el equivalente a 500 euros). También tienes que trabajar el sábado y el domingo si quieres asegurarte un sueldo íntegro. En la época de mi padre, todavía existían ventajas sociales justas como dos pagas extra, campamentos de verano para los niños e incluso tiendas exclusivas para los mineros. Hoy en día, solamente nos quedan los Barbuka (incentivos salariales propios del día de Santa Bárbara, patrona de los mineros, ndlr) y la jubilación anticipada».
En el tren regional que hace el trayecto de 30 minutos entre Katowice y Gliwice se pueden apreciar los resultados de los fondos europeos. Completamente nuevo, lleva a estudiantes y trabajadores al centro de la ciudad. Durante el trayecto, atravesamos pozos mineros y chimeneas de ladrillo engullidos por la naturaleza. En la localidad universitaria de Gliwice, nuestro destino, los estudiantes de minería de la escuela politécnica comparten una habitación para dos personas y una cocina con capacidad para cuatro.
En el cuarto de Adrian Grzesiok, el ordenador ocupa el lugar principal, justo al lado de su maleta, a medio deshacer. «Este fin de semana he estado en casa de mis padres, en Bojszowy», se disculpa el joven, que cursa el cuarto año de explotación minera. Para Adrian, la mina se impuso “de manera natural”. Su familia vive a cinco kilómetros de la explotación y aquí nadie escapa a ella, ni siquiera su hermano. El joven espera instalarse en su localidad natal una vez terminados sus estudios. “Me mudaré a uno de los pisos de la casa de mis padres». No le preocupa su futuro: «Va a depender de las decisiones tomadas al más alto nivel, pero es imposible cerrar todas las minas. Y, además, los avances tecnológicos hacen que se pueda extraer el carbón que hasta ahora no era rentable», asegura.
A simple vista, nada hace presagiar el profundo arraigo de este joven de pelo azul y pendiente en la oreja por las tradiciones y, sin embargo, la mina representa una parte fundamental de él. “Los silesios están vinculados a la familia y a las tradiciones. Tenemos nuestros propios platos como la rolada (redondo de ternera con pepinillos) y, también, nuestro dialecto. Mis abuelos lo hablaban, pero se fueron demasiado pronto como para que yo lo aprendiera. También voy a misa, tanto por convicción como por tradición”. Adrian reconoce que las condiciones salariales están lejos de ser envidiables para un ingeniero, pero valora el carbón gratuito para la estufa que se recibe y otros beneficios no pecuniarios. En lo relativo al peligro de la mina, no consigue deshacerse de él al cien por cien, más cuando sus padres y abuelos están aquejados de enfermedades pulmonares…
Łukasz Wojcik estuvo a punto de no poder volver a trabajar. Este electricista de 30 años vive en Nikiszowiec, una zona residencial de clase trabajadora. Con sus coquetas fachadas de ladrillo y sus espacios arbolados, es uno de los barrios más bonitos de Katowice, una ciudad moderna atravesada por la autovía. Edificado antes de la Primera Guerra Mundial, época en la que esta parte de Silesia todavía era alemana, Nikiszowiec da cobijo desde sus orígenes a generaciones y generaciones de mineros. Łukasz se decantó por la rama tecnológica en el instituto y trabajó en Wierczorek, a 900 metros bajo el nivel del mar. El fin de semana queda con su compañero Robert, padre de familia acompañado por su hija, a la que sienta en un columpio para que juegue. “Aquí se conoce todo el mundo. Es un poco como en la mina, donde la solidaridad manda”. Łukasz sufrió un accidente bajo tierra, pero ha vuelto al trabajo. Porque él ha querido, por supuesto, pero también empujado por el destino. «Soy electricista en la mina. ¿A qué más podría aspirar?».